queyoque

martes, junio 21

Qué pena

Qué tramposa soy, lo siento mucho. No leí el libro completo, falta de tiempo, de disposición y de sensatez. Me disculpo con todos ustedes que leen esta crítica inconclusa. Veamos qué puedo hacer.

Se me había ocurrido desde el principio del libro que no me iba a gustar, por lo que siempre tuve en mente un final alternativo. Pero aún no. Comenzaría así:

Si El Libro de Esther fuera una pregunta, la respuesta sería Piedra de Mar, y dado que ya hablamos de Piedra de Mar, honestamente, no sentí la necesidad de leerlo hasta el final. Pensé en excusarme y escribir sobre por qué no lo había leído. Después pensé en leerlo y escribir otra cosa. Pero la verdad es que el relato no me ha gustado mucho.

Me encanta la manera del autor de viajar por el tiempo, como nos puede llevar de atrás a adelante trece años con una sola oración. Es impresionante como se forma toda una biografía y memoria de infancia-adolescencia partiendo de anécdotas y chistes internos. Qué una minifalda blanca y una Pepsi Cola cambiaron su vida. No quiero ser cruel, pero a este amigo le pasa de todo. No es que tenga mala vida, ni sea muy dramática la sucesión de eventos; sino que Eleazar me parece muy detallista, que no es malo, hasta que llega a lo exagerado.

Yo creo, creo, que Esther nunca lo quiso. ¿No dijo que era como su hermano mayor? A mí me pareció que ahí debió terminar esa rama de la historia. En vez de basarse siempre en Esther, y vagamente recordar a Marilyn, tal vez, y sólo tal vez, debió ir más hacia el hecho de que sus cualidades enamoradizas lo debilitan y rompen día a día. Eleazar Angarita me parece un señor bien parado, con esposa y trabajo, y aunque no pudiera tener un niño, lo catalogaría como un adulto exitoso. Lógicamente se pierde esa sensación cuando se lee que no le gusta su trabajo, no le gusta su esposa, y no quiere tener hijos.

Románticamente se embarca en la búsqueda de su amor juvenil no correspondido. No llegué al final, sino hasta poco después de que llegó a Tenerife. Mezclado con otras historias del pasado y del futuro, por supuesto. Me dicen que en la investigación de cualquier cosa parecida a una venezolanísima i, encontró a todas las otras vocales y consonantes, hasta acentuaciones y signos de puntuación; pero no encuentra lo que quiere. La que quiere. Qué perdedor, diría yo. Pero lo entiendo. Me pongo en su lugar y veo cómo se le parte el corazón dándose cuenta que nunca va a llegar el momento que había esperado desde la fiesta de graduación. El quería un abrazo que anulara esos trece años, pero se consiguió a sí mismo aún más abandonado.

Cuando frenéticamente orina en un callejón junto a una ‘extranjera anónima’ muestra su afición y facilidad hipnótica de entrar en la perdición por una figura femenina que le muestre algún tipo de afecto. Raya en lo ridículo, ¿no? No. Yo pienso que es muy ilustrativo como Eleazar es fácil de llevar y ligero en sí mismo, a pesar de los siete kilos de más que lleva desde la fiesta. Las arrugas que tenía desde la adolescencia son significativas de su capacidad de complicación en su cabeza. Es como un caramelo ácido. Por fuera es colorido y dulce, sabroso y cotidiano. Pero cuando se mastica se encuentra su aspereza, sus hábitos mañosos, sus comidas sin sal. Su acidez radica en su propio pensamiento, a manera de repetición adictiva de reflexiones. Sobre Marilyn, sobre el anuncio de cigarrillos, sobre el culo de montaña, sobre los medios limones.

No creo en la diferenciación de la gente que se cree loca y la gente que realmente está loca. Diría con toda seguridad que Eleazar es algo parecido a un caso mental. Se diagnostica su propio Alzheimer. Vamos a partir de esto para mi final alternativo.

Eleazar llega a Maxy’s en taxi. Qué risa. Una vez en el centro comercial en Maracay, donde se supone que pretende divisar entre decenas de trabajadores a la única que busca; no se encuentra a la gordita esa que se le parece. La encuentra a ella.

Esther sale de la tiendita de zapatos. Eleazar la persigue, ¿por qué no? Cree que es lo correcto. Tomando base en el libro, la sigue unas cuantas cuadras hasta verla montarse en un carro. Pero no era un carro por puesto, era un BMW modernísimo que llevaba en el asiento de conductor a un joven rubio de contextura inimaginable. ¿Qué hacer ahora? – pensó. Echó a correr unas cuadras, evocando la salud que asesinó a su amigo Carlos Jesús.

Llegaron a un restaurante que, por obra y gracia de esta personita que escribe, no estaba tan lejos. El susodicho fue capaz de seguir el carro con sus ojos a una distancia segura lejos de los perros de las casas en zonas urbanizadas. Los vio entrar y tomar una mesa, mientras él se dirigía sigilosamente al baño. Tomando un rol de espía, asomaba la cabeza entre puertas y mesoneros que cubrían su desesperación. No se atrevió a tomar acción más que aproximar lentamente la mesa. La pareja de ‘i’s lo observaba de forma indiferente. Pudieron pensar que era un mesonero, iba bien vestido. Se sentó con ellos. Sorpresa, sorpresa. En asombro, no dijeron nada. Minuto de silencio, dos, tres.

“Disculpe, ¿no es usted Esther?” – balbuceó. “¿Quién eres tú? – dijo ella. “¿No me recuerdas?”. Mientras ella pensaba sostuvo una expresión que sólo podría describirse con ‘ida’. “Tendrá que perdonarla, señor, no ha tomado su medicina todavía. Mucho gusto, soy su enfermero”. “¿Cómo que enfermero, qué tiene?”. “La paciente no recuerda nada desde hace catorce años, culpa de un Alzheimer no diagnosticado a tiempo”-.

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